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Endopatía veraniega

Pienso que… la endopatía, en tanto que capacidad de identificarse con el otro y su situación, está siendo este verano de múltiples, y sobre todo, intensos colores, a mi modo de ver y palpar en el ambiente que desprenden las voces de terrazas, calles y corrillos, como pocas veces la había visto, tan alejadas en mi caso de los majestuosos leones parlamentarios. Y no creo que la intensidad del color se deba a que el sol de estos días arde nuestras neuronas, como si pretendiera cegarlas en llamas, sino algo más parecido a la vergüenza de la incapacidad ajena o al hastío de la sonrisa con la que se acepta la invitación de salir a pasear un mediodía de verano.

Jodida partida.

El tablero de juego que ha surgido de las últimas elecciones requiere huir cuanto antes de esos, llamémosles ajedrecistas, que solo desplazan la vista del ombligo para mover pieza e iniciar el turno del oponente. La difícil partida que ha surgido de los últimos comicios requiere de ese tipo de jugadores que quedan ensimismados tras el paisaje que muestran las ventanas del salón de juego, admirando horizontes que van más allá del egoísmo encorsetado y el sonido ensordecedor de los palmeros a sueldo. La encomienda requiere de jugadores iluminados capaces de ver lo que más conviene a la sociedad de la que forman parte. Requiere, de jugadores altruistas que no les importa perder el turno en favor del contrario, sabedores que no gana quien más piezas mueve sino quien lo hace con el mayor tino y acierto.
Y de estos, de estos jugadores visionarios que saben ver lo que más conviene a la sociedad, o a la suma de individuos si se prefiere, a esos heraldos del futuro capaces de afrontar hoy lo retos de un mañana que los demás no vemos ni sobre la bandeja del cuarto gin tonic, de esos, digo, vamos algo escasos.
En cambio, de los de relucientes y bronceados ombligos, de los sofistas de palabras vacuas, y de los enamorados del calorcito que desprenden las poltronas que acomodan largas posaderas, de esos, digo, vamos más que sobrados. Podríamos intentar exportar a algunos de ellos a paraísos lejanos, aunque solo fuera para ayudar a equilibrar la balanza comercial del país con su último acto patriótico.

Eran otros tiempos, ¿verdad?

Hubo antaño un tiempo, y doy fe de ello porque he tenido el placer de conocer y conversar con alguno de ellos, en el que los otrora políticos de la transición, fueron capaces de primar el bien común sobre los egoísmos partidistas en pro de un consenso y una convivencia social que nos permitiera avanzar y progresar, aunque fuera de a poquito. Veníamos de otros tiempos, es cierto, de unos tiempos donde la libertad individual se limitaba a reír las gracias de lo que la autoridad consideraba gracioso, o a abominar de lo que consideraba abominable. Y, o mucho me equivoco, o la brisa del pasado amenaza con airear el presente de nuevas fragancias, como la lejía ahuyenta el aroma a naftalina de un viejo armario.
Durante el siguiente curso académico, el destino ( querido, caprichoso, interesante…) ha querido que me encargue de formar en la Facultad de Derecho de la que un día fui alumno (UNED, universidad en mayúsculas en todos los sentidos), a los futuros estudiantes de la Administración Pública en una de sus sedes, transmitiendo los conocimientos de ética y moral que debe impregnar en su día a día todo aspirante a funcionario público. Poca broma, eh.

Mientras preparo los apuntes del susodicho contenido, imagino de pronto como si alguien ( ¿será la voz de la conciencia social?) me llama por megafonía celestial, y a grito limpio, para invitarme a sentarme junto a las mesas de los ajedrecistas, sin más intención que la de analizar de cerca sus movimientos y la de interpretar sus gestos y la de indagar las intenciones que marean con sus valses de palabras. Y después de esa más que ardua tarea, me imagino girándome con un gesto firme, seco, distante, mirando sin pestañear a mis futuros alumnos universitarios para anunciarles, tras un par de respiraciones profundas (de esas que tocan el alma antes de regresar al cerebro):

Queridos alumnos, aquí tenéis un ejemplo del…obrar de las personas que han decidido dedicar su vida al servicio público.

De verdad que lo que más deseo sería borrar los puntos suspensivos de la frase anterior para sustituirlas por un “buen”, pero no sé por qué son los propios ajedrecistas quienes se empecinan en obligarme a escribir el “mal” que tanto deseo evitar a toda costa.

Solo espero que, tras el tedioso agosto y la incómoda escena imaginativa, de la que me alejo por prescripción médica, los ajedrecistas  multicolores regresen al salón de juego habiendo hecho examen de conciencia, asumiendo que tienen la obligación de entenderse entre ellos y sobre todo,  la de no venir de nuevo con el cuento de: “Ante la imposibilidad de formar gobierno, lo mejor es acudir a las urnas de nuevo”.
Así que, jugadores bronceados por multicolores, hagan el favor de ganarse el salario del erario público al que deben respeto, dedicación y obediencia, demuestren su auctoritas e idoneidad para la encomienda, como se les presupone de serie, y aléjense de los nostradamus de encuestas que intentarán seducirles con sus nuevas «fumatas porreras» (esta vez con regodeo) y no caigan en la tentación de pensar que por el simple hecho de volver a llenar los colegios con miles de cubículos de metacrilato, podrán ustedes arreglar la incompetencia de sus privilegiadas mentes.

La propuesta 

Y si el temido anuncio llega a cobrar vida de nuevo, permítanme que les aconseje que debieran tener un mínimo de dignidad y dar un paso al lado para dejar que sean otras voces y otros rostros y otras cinturas, espero que más cercanas a la danza del vientre, las que intenten formar gobierno. Solo así, bajo ese planteamiento, tendría a mi entender justificación que el rebaño, entre los que me encuentro, fuésemos a votar de nuevo, alejados del temido “haga usted el favor de votar bien y no equivocarse de nuevo” con el que algunas de sus señorías parecen excusar la inutilidad que los envuelve.

Pues eso.

Y ahora… a darme un chapuzón de agua salada con mis medusas mediterráneas, que al menos ellas no esconden la intención de sus tentáculos bajo sonrisas de atrezo.

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