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Keynes, siempre Keynes

Pienso que…es fácil dejarse llevar por la corriente liberal que pregunta constantemente para qué necesita la economía mundial, que tan bien se autorregula eficientemente, un Estado; o,  qué beneficios le reporta al individuo de a pie; o aún más, cuánto dinero de más guardaría éste en su bolsillo de no tener que hacer frente a la retahíla de impuestos que aquel le impone de forma despiadada.

Reconozco que alguna vez también me he bañado en ese río y me he dejado llevar por esas aguas anárquico-liberales que, a medida que te mecen, pintan de verde un horizonte siempre lejano, intentando difuminar un cielo de esperanza con las dunas de la tierra prometida.

Últimamente, en más de uno de mis artículos he intentado transmitir ( abusando del optimismo que el momento requiere en pro de un cierto equilibrio anímico) que incluso esta pandemia viral y económica que estamos viviendo, puede aportarnos algún tipo de enseñanza positiva. Descubrir que uno puede pasar el fin de semana dedicando más tiempo a sus hijos, o que es capaz de disfrutar del sábado sin pisar un centro comercial, por citar dos ejemplos.

Y de esa línea de optimismo autoimpuesto no voy a moverme durante las siguientes palabras, empecinado como estoy en ver el vaso medio lleno.

John Maynard Keynes

Sí, Keynes lo tuvo claro, y ahora  y de nuevo, vuelve a ponerse en evidencia la importancia de contar con buena parte de su postulado. Por escribirlo simple y llanamente: la sociedad de antes, de ahora y quizá la de siempre, necesita contar con el apoyo de un Estado fuerte cuando vienen mal dadas. Y prefiero escribir un Estado fuerte a un fuerte Estado, para intentar alejarme de episodios recientes en los que gigantescas columnas imperiales ensombrecían la pobreza que las flanqueaba.

Así que de la mano de Keynes sigo escribiendo, y lo haré por partes.

La vacuna

Por poco que reflexionemos nos daremos cuenta de que en estos momento buena parte de la economía mundial, si no toda, está en manos del designio de unas pocas multinacionales de la industria farmacológica. Acojona un poco, la verdad, si no fuera por la tendencia que tenemos a refugiarnos en los valores ético-sociales que han ido acompañando, con intermedios publicitarios de fantasías y proclamas,  la evolución de nuestra especie.

Dando por hecho pues la bondad de intenciones del oligopolio farmacéutico, por  poco que reflexionemos compartiremos que hay dos posturas en cuanto a si deberían o no liberalizarse las patentes de las compañías que lo conforman: Pfyser, Astra Zeneca, Sputnik, Janssen.…

La primera de ellas afirma que la vacunación de toda la población mundial podría llevarse a cabo de una manera mucho más rápida si estas compañías compartieran sus patentes. Es lógico afirmar que por muchos recursos que puedan tener estas grandes multinacionales, la fabricación y distribución de vacunas a todos los rincones del mundo no es algo que puedan acometer con la celeridad que requiere la economía mundial en estos momentos, por el bien de todos, también por el de los Comités de Dirección de esas mismas empresas.

La segunda postura defiende que todo descubrimiento científico requiere de grandes inversiones que solo pueden acometerse centrando el punto de mira sobre la rentabilidad a medio o largo plazo. Beneficio que las respectivas patentes defienden en beneficio y rentabilidad propia a capa y espada. En caso contrario, es lógico pensar que de darse una nueva pandemia no habría ninguna de estas grandes multinacionales dispuestas a invertir una sola moneda sin tener la certeza de recuperar su macro inversión con creces. ¿Negocio? Sí, claro, sin la menor duda.

Compartiendo en parte los argumentos de ambos postulados, mi opinión enlaza con una concreta acepción de Estado.

Debería ser, a mi entender, el Estado el encargado de dar una respuesta ante una situación pandémica como la actual, o como las que puedan producirse en un futuro. Y ello requiere disponer de medios dispuestos para hacerle frente: de compañías estatales dedicadas a la investigación científica, de equipos de científicos cuyos salarios no disten años luz de las sumas ofrecidas por empresas privadas, de material de última generación sufragado, como el resto, con los impuestos recaudados. Ah,  y eso sí y sobre todo, gestionado todo ello con la misma exigencia del sector privado ( y ahí, y especialmente ahí, ha residido el problema que finalmente dio origen al efecto dominó de la privatización de empresas publicas, muchas de ellas en quiebra gracias a las corruptelas, cuotas de amiguismos, bancos de favores,… o a lo peor de todo: la inaptitud de ejecutivos  ejerciendo puestos de responsabilidad  sin más preparación que la de haber hecho carrera política con más o menos acierto.  Y de ejemplos tenemos como el arcoíris, de todas dimensiones y colores.

La economía

¿Cómo se ha hecho frente de inicio al impacto del virus en la economía?

Podemos hablar de dos posturas antagónicas. En un extremo, mediando un  Estado  que intenta cuanto menos suavizar ( de nuevo con más buena intención que acierto) la crisis que tenemos encima. Y en el otro, mediando un Estado que da por hecho los beneficios de la autorregulación del mercado, como antídoto para cualquier problema, inmiscuyéndose lo mínimo para aconsejar , por ejemplo, la ingesta de un chupito de lejía o unos vahos de menta para erradicar este impertinente virus que nos acecha.

Más allá de esta primera reacción ante algo desconocido para el siglo XXI , pero no para nuestra reciente historia, la primera de las opciones parece imponerse por la “simple” exigencia de una sociedad que parece empezar a despertar del letargo provocado por una hipnosis capitalista triunfalista, que no parece, aún desperezándose, estar dispuesta a morir de hambre realizando la postura del Loto, por más de moda que esté hacer meditación a diario.

De nuevo por tanto, parece ser que la historia intenta explicarnos que esto de la economía liberal o de la competencia perfecta de los mercados, va de narices cuando el viento sopla a favor, el sol es amarillo y redondo, y el cielo que inspiró a Eugène Boudin en su lienzo: «Nubes blancas, cielo azul», de aquella otrora Deauville de aristócratas, casinos y lujosas villas. Y sin olvidarme, claro está, de una salud del capitán fraguada del mismo hierro que el ancla que no utiliza para ir lo más rápido posible hacia no sabe donde.

Pero cuando la mar ( prefiero la a el, por la vida que guarda en sus entrañas) se cabrea de pronto sin motivo aparente, el oleaje se torna de varios metros, y el viento huracanado amenaza con centrifugar nuestro hermoso yate cual barquito de papel, entonces, en ese preciso momento, hay quien recuerda una vieja oración de infancia o quien desearía estar confortablemente sentado en el camarote de un transatlántico gigantesco llamado Estado sin más.

Da que pensar, ¿no? De hecho en eso andamos desde hace siglos. Quizás la inteligencia artificial y sus hipersónicos análisis Big Data nos den una solución definitiva. Habrá que esperar.

Y dos adversativas para finalizar.

La primera, simple y rasa: sí a un Estado capaz de aportarnos la seguridad sanitaria, social y económica que su sociedad necesita,  pero ni un solo paso atrás en cuanto a los derechos sociales que tanto sacrificio ha comportado a nuestros antecesores: sufragio universal, libertad de expresión, de reunión…

Y la segunda: sí a un Estado capaz de aportarnos la seguridad sanitaria, social y económica que su sociedad necesita, pero sin el amiguismo, ni la prevaricación, ni… por decirlo llanamente: la poca vergüenza que han demostrado los chupatintas que han gestionado grandes empresas, sin más competencia que la de saber jalar la silla de los acusados, donde ahora uno tras otro, parece ser que van pasando.

¿ Y tú, qué piensas?

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