Escritor

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Pienso que… escribir como el arte de crear y compartir historias, quizá de evadir por instantes quehaceres empecinados en ofuscar la mente del lector, tal vez de compartir una simple reflexión, o aún mejor, despertar una propia, es en los tiempos que corren, un privilegio para todos los que nos dedicamos a pintar con palabras hojas en blanco.

En estos recientes años dedicados en buena parte al oficio de escritor, he tenido el placer de vivir experiencias gratificantes de los auténticos culpables de perpetuar este milenario arte: los lectores. Algunos de mis lectores ( el posesivo me parece excesivo, pero por respeto a ellos lo escribo), han decidido compartir las emociones que les ha supuesto leer Sombras de niebla y Lazos de luz. Algunos, a los que agradezco, han fomentado la mejor y más sincera campaña de márquetin que existe: el boca oreja recomendado. Hay alguno que, en un arrebato de humildad que lo eleva al altar de los sabios, me confesó en su día, que Sombras de niebla era la cuarta obra que había leído a lo largo de una vida, por la cumbre andando. E incluso hay quien me ha hecho saber que , sin yo pretenderlo, tengo parte de culpa de haber sembrado la semilla de una afición sin efectos secundarios: la lectura. A todas y a todos ellos, solo puedo darles las gracias por haber superado con creces mis expectativas ( que eran, y siguen siendo, la del disfrute de dar forma a una fantasía de pies de barro y alas de colores).

Y hasta aquí la superficial reflexión y agradecimiento a mis lectores que podía compartir con ustedes. Pero…apareció Irene. ¿Y quién es Irene?, se preguntaran. De entrada me atrevo a responder, con el permiso de la protagonista de estas letras, que una lectora que me ha hecho saber que Sombras de niebla y Lazos de luz consiguieron emocionarla ( como tantas otras historias han hecho al ser una lectora consumada); y, también, porque no decirlo, la misma persona que con una constancia, que venero, me pide ya el último libro de la trilogía del destino ( hoy cociéndose a fuego lento). Pero además, y sobre todo, Irene es una persona que ha decidido ceder parte de su piel para reflejar en ella el título de mi segunda novela. Y el gesto, sinceramente, me ha superado.

Nunca llegué a pensar que alguien pudiera tatuarse el nombre de una de mis novelas, por mucho que pudiera empatizar con la protagonista de ellas o emocionarse con la historia.

He de confesar que a día de hoy, tal vez no sea así siempre, no llevo tatuado el nombre de mis libros, por mucho que los haya parido viéndolos crecer con los defectos y virtudes, que todavía constato.
Irene y su sorprendente gesto (para un escritor en ciernes como sigo siendo), más allá del enorme agradecimiento y la sorpresa inicial, me ha hecho reflexionar sobre lo efímero que es el binomio obra y autor. Tan efímero como el tiempo que dista entre la imaginación del creador que la esculpe y la salida pública a eso que llamamos “mercado”. A partir de ese momento de bautismo en sociedad, la obra se transforma en un bien universal, por poco reconocida que sea. La pincelada del óleo, el trazo del grafiti, el gesto del actor que clama airado o el estribillo de la canción de moda, se tornan huérfanos para dejarse poseer por todo aquel a quien despierta una emoción, un sentimiento, una crítica incluso, en algunos casos.

Y es pues con esta reflexión personal de sentirme solo la semilla de un árbol al que deseo llegue a eclipsar tantas nubes como sus raíces permitan, cuando no solo ya lo entiendo, sino que además agradezco el gesto de Irene, no para con mí, sino para con una obra que ya vuela independiente; una obra que un día fue mía y ahora luce día y noche en la piel de una lectora que se la ha hecho suya.

No lo hago nunca, pero aunque solo sea por cumplir con la excepción que confirma la regla, y teniendo su beneplácito, os compartiré una imagen de Irene, a quien podría definir como: Erase una excelente persona y profesional a una sonrisa pegada. Una alegría, también tatuada en los labios de Irene, que contagia a todos los que podemos escaparnos a saborear un café o deleitar un buen plato. En días de meses alicaídos, es muy de agradecer encontrar personas a quien la pandemia no ha conseguido ocultar la sonrisa de antaño.

Irene, gracias por llevarme hasta la reflexión que hoy comparto, y por permitirme darme cuenta de que hoy por hoy, Lazos de luz, es una novela mucho más tuya que mía.

¡Y cómo me alegro de que así sea!

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